miércoles, 28 de enero de 2009

La comida del futuro (Capítulo 2: refugiados del fuego)

Así fue como McFuller se adentró en las recónditas tierras que rodeaban lo que antes fue una enorme ciudad con sus defectos y virtudes. Una ciudad abierta a las nuevas tecnologias, a las culturas de todo el mundo. A las drogas y al alcohol, la violencia, pederastia, prostitución.

Cuantas mas personas habitan en un mismo lugar mas propenso es a corromperse rápidamente. Demasiadas mentes pensando al mismo tiempo y todas ellas teniendo malas ideas a la vez. Un gigantesco cerebro hecho de ormigón, cristal y acero que tiene por neuronas a la gente. Las neuronas que tendría un drogadicto. Pero eso ya no importa. El fuego ha purificado y ahora todos están muertos. Tan solo queda el esqueleto del cerebro y sus neuronas se han vaporizado.

Poco a poco la ciudad va quedando atrás y por delante solo hay desierto y montañas quemadas. Ver el color verde es una utopia en este lugar. La tierra cruje al ser pisada por McFuller, que va dejando una leve y breve nube de polvo a cada paso que da.

De momento no hay el mas mímino indicio de vida. No pasa nada, esto acaba de empezar.

Al mediodía el calor es insoportable y en el cielo no se ve una nube desde que todo ocurrió. El vagabundo ve a lo lejos una silueta oscura junto a una señal de tráfico, que a su vez está situada al lado de una carretera asfaltada y semienterrada por la arena.

De mas cerca la oscura silueta resulta ser un coche abandonado en mitad de la nada. Dentro no hay conductor vivo ni muerto. Un coche sin más, desentonando sobremanera respecto al resto del lugar. Una inquientante obra de arte del fin del mundo.

McFuller se refugia del calor bajo él. Al caer la tarde retoma la travesía.

Como un perro abandonado buscando su lugar en el mundo el vagabundo se adentra cada vez mas en el nuevo mundo que el fuego ha creado. No hay esqueletos ni restos de que en el pais hubiese vida antes del misterioso desastre. Es como si momentos antes de la explosion hubiesen evacuado a toda la población olvidándose de McFuller...

Empieza a echar de menos el agua y lo único que lleva encima es una lata de zumo que cogió antes de salir de la ciudad.

Sube una pequeña colina para tener una mejor visión. Desde allí arriba no ve ningún riachuelo ni nada que se le parezca, sin embargo se percata de que hay una granja al lado de un terreno con aspecto de haber sido labrado en tiempos mejores.

El sol se está poniendo. Pasará la noche en la colina recostado sobre alguna roca y al amanecer hará una visita a la granja.

Antes de dormirse abre la lata de zumo y se la bebe en dos tragos. Confía en encontrar algo mas en la casa al dia siguiente.

Esa noche sueña con ratas. Montones de ratas carbonizadas y rabiosas que rodean la colina y no le dejan bajar. Luego aparecen dos tipos vestidos con uniforme militar y le dicen que todo va a acabar. Que tiene que bajar rápido antes de que empiece a llover fuego. Cuando bajan ya no hay ratas, solo ceniza y eso le hace sentirse tranquilo.

A pocos metros hay un tanque con las cadenas a medio enterrar en ceniza. Se suben en el mientras Frank mira al cielo, un cielo cubierto de espesas y opacas nubes negras que dejan asomar rayos de luz roja. Entonces empieza a llover fuego. Las pareces del tanque empiezan a calentarse de forma alarmante y las botas de los soldados se pegan al suelo metálico al fundirse ligeramente y Frank observa con calma lo que ocurre mientras los soldados toman los mandos del tanque y lo ponen en marcha.

Al amanecer Frank pone rumbo a la solitaria granja.

La pintura de la fachada está ennegrecida y quemada, los cristales de las ventanas hechos añicos y la puerta algo astillada. Hay un granero al que prefiere no entrar por la osuridad de su interior.

Derriba la puerta de un empujón sin mucho esfuerzo y entra. Las luces están apagadas pero se puede ver bien gracias a la luz del sol que entra por las ventanas. Todo el mobiliario está en perfecto estado y en orden, quizá un poco polvoriento, pero nada más.

Con cautela se pasea por toda la casa, mirando cada habitación y cada rincón. Las camas de los dos dormitorios, el de matrimonio y el del hijo, están desechas. Los armarios están abiertos y los cajones de los muebles tirados en el suelo rodeados de todas las cosas que contenian. Nada valioso.

En el fregadero de la cocina hay varios platos sucios y rotos, así como algunos vasos.

Al abrir la nevera sale de su interior un desagradable olor a medio camino entre putrefacción y humedad. Un cartón de leche sin empezar pero ya caducada, un par de manzanas podridas, un bote de mayonesa casi vacio y un bol de plástico que contiene lo que hace un mes era algún tipo de guiso.

En la cocina hay poca luz. Frank descorre los visillos de la ventana que hay junto al pollete de mármol y entonces un escalofrio le recorre desde los pies hasta su grasiento cuero cabelludo. Sin saber a ciencia cierta si corre peligro o no clava la mirada en las dos personas que hay fuera de la casa y que él observa a través de la mugrienta ventana.

Son dos hombres que hablan entre ellos pero que no alcanza a oir lo que dicen. Ahí están, con la árida tierra bajo los pies y el sol sobre sus cabezas.

El más robusto lleva una camisa hawaiana descolorida y llena de manchas amarillentas, un desgastado pantalón vaquero y unas botas altas de punta fina. Tiene el pelo canoso y largo, por los hombros. En la mano lleva una escopeta de caza recortada.

El delgado va con una sucia camiseta blanca y un pantalón corto de colores... o quizá sea un bañador. Lleva unas zapatillas de deporte sin calcetines y la cabeza cubierta por un casco de motorista con la visera bajada. Del muslo le cuelga una funda de cuero con un gran machete dentro.

El robusto señala al suelo mientras mira al del casco. Parecen nerviosos. Han visto las huellas que dejó Frank en la tierra.

Cuando te ves metido en una situación tan precaria y peligrosa tus sentidos se agudizan. Hace un año podría haber pasado un ejércio por este mismo lugar y nadie se habria dado cuenta de ello por las huellas dejadas... pero ahora la cosa cambia. Es la ley de la selva, la supervivencia. Todo cuenta. Una huella, un rastro de olor, un sonido...

Frank está aterrado, pero muy en su interior siente algo de alegría. No puede evitar ni una cosa ni otra.

Sigue mirando por la ventana asomando solamente los ojos sobre el marco del mismo modo que un conejo acecharía al cazador desde la madriguera.

El tipo del casco de motorista hace un gesto de resignacion con los hombros a la vez que le dice algo al de la camisa hawaiana. Tantea con la mano algo que lleva enganchado en la parte de atrás de sus pantalones, lo desengancha y lo sujeta con decisión. Mira hacia la puerta abierta de la casa y lo lanza. Cae al suelo haciendo un sonido metálico y rueda por el pasillo hasta posarse en el umbral de la puerta del dormitorio de matrimonio.

Frank se retira de la ventana y se asoma al pasillo para ver que es lo que ha caido. Una bomba de gas que nada mas verla comienza a expandir rapidamente su contenido. Un espeso y blanquecino humo que ya bloquea el pasillo que da a la salida.

Frank mira a la ventana desde donde espiaba a los dos misteriosos personajes y sabe que es su única via de escape. Puede que le maten nada mas salir, pero eso no es seguro. Lo único seguro es que si no lo hace morirá asfixiado.

Se acuerda de su sueño, el de la Estatua de la Libertad. Si no das un paso adelante, como en las ruinas de la ciudad, nunca averiguarás nada.

Sin titubeos se sube al pollete de mármol y abre la ventana. Cierra los ojos y se deja caer al recalentado suelo de tierra. Ya sale humo por la ventana.

Está boca abajo, otra vez, con los ojos cerrados. Se incorpora dolorido por el golpe de la caida. Tiene un par de granos de arena incrustados en la palma de una mano y algún que otro rasguño sin importancia en los brazos y rodillas.

Dirige la vista, algo cegada por la luz del sol, hacia los dos extraños. El más robusto le está apuntando con la escopeta, que sujeta confiado con una sola mano. El del casco simplemente mira con las manos puestas en la cintura.

-¿Qué tal? Pregunta Frank intentando suavizar la situación.

El tipo robusto baja la escopeta y sonrie.

-¿qué hacias ahí dentro, muchacho?

-Buscar comida, pero si os estoy invadiendo me largo...

-Ya no nada que invadir. Ahora todo es de todos.

-Es de suponer. ¿Dónde habeis estado metidos?

El tipo robusto se mete la escopeta entre el pantalón y el cinturón. El del casco no ha articulado palabra.

-Ven con nosotros y hablaremos con calma. Ténemos el coche aquí mismo.

-¿Dónde?

-En el granero. Me llamo Rob, y este es Vanzetti.

Mientras Rob conduce canturrea Hello Mary Lou de Ricky Nelson y tamborilea con los dedos sobre el volante a la vez que la canción suena en el cassette. A su paso va levantando un manto de polvo conforme las ruedas del coche hacen crujir la tierra.

Vanzetti, permanece silencioso en el asiento de copiloto buscando algo en la guantera.

Frank va en el asiento trasero mirando embobado el desolado paisaje, que desde el coche se puede ver mas rápidamente que a pie. Puedes recrearte mas.

-¿Sabeis si hay mas gente viva? –pregunta

-Que sepapos dos mas que están con nosotros. Y ahora tú. En total somos cinco, si la memoria no me falla.

-Desde la explosión ha pasado mas o menos un mes y no he visto a nadie ¿dónde habeis estado?

-En un viejo silo abandonado. Justo a donde nos dirigimos, muchacho. Nos buscamos la vida como podemos; vamos de casa en casa, de pueblo en pueblo intentando encontrar comida en conserva ya que es la única que ha sobrevivido a la explosión. Pero no vivimos en una nube. Sabemos que la comida en conserva se acabará, por eso buscamos tambien semillas o lo que sea que podamos cultivar. Puede que ahora comamos albóndigas enlatadas y dentro de diez años estemos comiendo trigo y poco mas.

Frank mira a su lado. Sobre el asiento está demositada la escopeta recordata que hace un momento empuñaba Rob.

-¿Porqué vais armados? –pregunta

Vanzetti emite el primer sonido desde que están los tres juntos. Una risa ronca y ahogada por el casco.

-Verás –empieza a explicar Rob- hace unos diez dias entramos en un hospital para buscar comida. Aquello era repugnante. Todos los que habian ingresado antes de la explosión estaban ahora pudriendose en las camas.

Fué una pérdida de tiempo. Apenas tenian conservas, pero entonces a Vanzetti se le ocurrió la estúpida idea de ir a la zona de maternidad, que como mínimo tendrian leche en polvo.

Allí la cosa era peor. Nada mas llegar nos invadió un hedor a putrefacción que casi me hizo vomitar. Había cadáveres de mujeres por todas partes. Unas aún estaban encamadas, otras tiradas en el suelo y otras en ambos sitios a la vez, desmembradas. Ahí fue cuando me asusté.

-¿desmenbradas?

-Si, muchacho. Por lo visto la radiación de la explosión mató a las madres pero no a la criatura que llevaban dentro. Esas se llevaron un chute de radiación directa al organismo. Al estar en el vientre materno no se quemaron... solo se transformaron, mutaron. Llámalo como quieras. Ni siquiera sé si mi mi teoria es cierta.

La cuestión es que tuvimos que salir del hospital a toda prisa y pegando algún que otro tiro.

-¿eran bebés?

-Si, con el metabolismo completamente cambiado y el cerebro jodido. Recien nacidos que median casi un metro de alto... no me gustaria ni saber como deben ser ahora.

A las doce del mediodía llegan a su destino. El enorme silo estaba, como todos los edificios vistos hasta ahora, con la fachada chamuscada. Había varios árboles alrededor desnudos de hojas y un campo de labranza que rodeaba todo el edificio.

Los tres se apearon del coche y se dispusieron a entrar. Vanzetti sacó una llave del bolsillo y con ella abrió el candado que cerraba la puerta metálica y oxidada del silo mediante una cadena no menos decrépita.

Dentro estaba todo en tinieblas, debilmente iluminada la estancia por algunas bombillas llenas de polvo y cagadas de mosca que colgaban del techo por un simple cable. Había grandes y viejas estanterias de madera con cajas de cartón, sacos de hilo y demás objetos imposibles de distinguir a simple vista por la escasísima iluminación. Una escalera metálica conducía a un piso superior, pero no era allí a donde Rob y Vanzetti llevaban a McFuller.

Una trampilla abierta en el suelo de madera daba paso a un sótano. Es allí a donde iban.

El sótano estaba bastante mas iluminado que el resto del edificio. Todo estaba desordenado con decenas de cajas, sacos y estanterias llenas de comida enlatada y trozos grandes de carne seca. Díficil era dar un paso sin tropezar o pisar algo desconocido.

En mitad de la estancia una mesa de madera llena de muescas sirve a otros dos tipos para comer, a uno de ellos, y para leer al otro. El que come tiene los ojos azules y la cara marcada por una cicatriz que le parte la mejilla y algo del labio. Lleva un mono de trabajo arapiento.

El que lee levanta la vista de su libro y la clava en Frank. Despide cierto aire de liderazgo. Su negro pelo está sucio y repeinado hacia atrás, llegándole hasta un poco mas abajo del cuello. Lleva un traje gris sin nada debajo, ni camisa ni corbata, solamente el pantalón y la chaqueta abrochada.

Vanzetti los saluda haciendo un gesto con la mano.

-¿Se nos va a unir? –pregunta el del traje dirigiéndose con la mirada a Rob mientras deja el libro cerrado sobre la mesa.

-Si. No vamos a dejarlo ahí fuera –contesta con convicción.

-Por mi encantado –se levanta y se acerca a Frank- ¿cómo te llamas, chico?

-Frank McFuller ¿y usted?

-Yo soy Emile, y ese gorila marcado –señala al tipo que come- es Thorsten.

Emile da la espalda a Frank y se dirige apresuradamente a una oscura esquina de la habitación. Quita un par de mantas de encima de una silla y esta la acerca a la mesa –Venga Frank, sientate- le pide amablemente –seguro que tenemos mucho que contarnos.

Frank se sienta al lado del grandullón de Thorsten y apolla los brazos cruzados sobre la mesa. Su actitud es tranquila.

-Tenemos demasiadas preguntas que hacernos... –dice Emile serenamente, sin mirar a nadie. Como si no se dirigiese a a ninguno de los presentes.

-Pero creo que la mas importante de todas es ¿qué ha pasado? -Frank, mira uno a uno a todos aquellos tipos, como buscando su aprobación- Me refiero a que si hay algo a lo que tenemos derecho a saber, es eso.

Rob se sienta en un taburete de madera y niega con la cabeza -lo hecho, hecho está -dice- Ya no importa que provocó la explosión. Lo que importan son los hechos, a lo que nos enfrentamos día a día. El presente. Tenemos que buscar comida y algo de cultivo. Las latas de comida se acabarán en no mucho tiempo. Necesitamos algo permanente.

Emile vuelve a sentarse, coge el libro y se pone a leer -Ya encontraremos semillas o algo, Rob -dice despreocupado- es cuestión de buscar un poco y de movernos, no anclarnos en este silo de mierda.

-¿Y que me decís de vosotros? -pregunta Frank- ¿de donde habeis salido y como habeis sobrevivido?

-Pura suerte, chico -le dice Emile guiñándole un ojo- como todo en la vida.

Nosotros nos dedicabamos a la venta de cocaína, y tuvimos la fortuna de estar dentro de este silo haciendo un negocio justo cuando ocurrió el cataclismo. Tuvimos mucha suerte de estar en este sótano, que usábamos siempre que teniamos una venta por estar en mitad de ninguna parte, donde nadie pudiese dar el chivatazo.

Rob y Vanzetti eran nuestros compradores... actores a los que les gustaba empolvarse la nariz de vez en cuando.

Thorsten es mi socio. Las ganancias iban a medias, pero eso ya no importa ¿verdad? -mira a Thorsten sonriendole.

-¿erais actores? -pregunta Frank.

-Si, haciamos lo que podiamos -responde Rob- Lo tengo todo grabado en el coco; bajamos aquí y Emile puso un sobre lleno de coca sobre la mesa. Le hice un gesto a Vanzetti para que sacase el dinero y le pagara, pero no le dio tiempo. Tal y como se echó la mano al bolsillo todo empezó a temblar y un ruido endiablado, como un rugido, empezó a sonar.

Cuando todo dejó de vibrar subimos arriba, al silo. Nadie se atrevia ni siquiera a abrir la puerta, de modo que miré por la ventana y habia tanto polvo o humo o lo que fuese suspendido en el aire que no se veia absolutamente nada. Todo era gris.

Al cabo de un rato se disipó, y el panorama que nos encontramos detrás de aquella niebla es el que aún tenemos.

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